El Momento de España - José Calvo Sotelo

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José Calvo Sotelo (Tuy, Pontevedra, 6 de mayo de 1893 — Madrid, 13 de julio de 1936) fue un político y jurisconsulto español, ministro de Hacienda entre 1925 y 1930 (durante la Dictadura de Primo de Rivera). En un exilio autoimpuesto ser juzgado por sus responsabilidades como ministro de la dictadura durante los primeros años de la Segunda República, no obstante fue elegido diputado en todas las legislaturas, incorporándose a su escaño tras una amnistía durante el bienio radical-cedista en 1934. Destacó como líder de las fuerzas que pretendían la instauración de una monarquía autoritaria corporativista, a través del partido Renovación Española, aunque no mantuvo muy buena relación con las otras fuerzas de la derecha: la mayoritaria, partidaria de contemporizar con la República (CEDA) y las más próximas al fascismo, como Falange Española. El 12 de julio de 1936, José Castillo, teniente de la Guardia de Asalto, fue asesinado a tiros en la puerta de su casa. Las tesis apuntan a falangistas según los historiadores Paul Preston y Gabriel Jackson. aunque otros autores como Ian Gibson apuntan a carlistas pertenecientes al Tercio de requetés de Madrid. En respuesta a este asesinato, los compañeros de Castillo asesinaron a José Calvo Sotelo la madrugada de 13 de julio.

Fuente: Wikipedia

Enrique Mariné entrevista a José Calvo Sotelo  para el libro El Momento de España en 1933.


 

JOSE CALVO SOTELO
¿ Qué va a ocurrir en España?
El ilustre ex ministro de Hacienda D. José Calvo Sotelo y actual diputado electo en las Constituyentes, nos envía desde París las siguientes impresiones, tan optimistas para el futuro como impregnadas de amargura al enjuiciar el presente.
El tiempo dirá si acertó al predecir, y los lectores, según su ideología, considerarán el valor de sus apreciaciones.


El oficio de profeta está muy desacreditado, y no quisiera tomarlo a mi cargo ni siquiera por casualidad.
Ahora bien, el que enfoca el porvenir interpretando los hechos concretos presentes, puede sustituir la imaginación con la lógica, y entonces ya no actúa corno profeta.
El mañana relativamente lejano de España no me ofrece dudas. Será risueño y hermoso. Cualesquiera que fueren las vicisitudes inmediatas, por trágicos que parezcan unos u otros episodios, España está mal acostumbrada como pueblo. Quiero decir que lleva muchas décadas viviendo una vida muelle, reposada, no exenta de dolores, claro es, pero sí de catástrofes nacionales. 



Precisamente por eso es un pueblo propicio a ciertas exaltaciones hiperestésicas. Como no vivió la gran guerra, con todos sus estragos y horrores, ha cultivado otros problemas inferiores, inflándolos de modo superlativo. Como no conoció nunca el paro forzoso tentacular, ha exagerado pequeñas crisis locales o estacionales. En fin, la psicología del pueblo español es muy parecida a la del hombre sano y robusto que se queja de una jaqueca o de una caries dental como si sufriese dolencia mucho más grave. En ese ambiente de placidez, de abundancia económica—no siempre bien distribuída, justo es confesarlo—, cuestiones que de otro modo no habrían asomado o presentarían contornos muy difusoso y mínimos, tomaron proporciones hiperbólicas. Por ésas, y no por otras causas, ciertos artificios han evolucionado al rango de lesión medular. Tal el catalanismo, que si España hubiese sufrido preocupaciones dramáticas no aletearía problablemente. Tal el republicanismo, válvula expansiva por donde intoxicaron al país con sus despechos o subjetivismos sectarios gentes de toda condición, pero singularmente intelectuales y políticos. Pero lo que pudo ser preocupación literaria, superficial, ahora es cuestión de fondo, y gravísima : el catalanismo, implantado el Estatuto, degenerará pronto en problema nacional, no sólo de orden público, sino de unidad; y el republicanismo, desorbitado y desencajado por un socialismo insaciable, lleva trazas de deshacer, si Dios... y los españoles no lo impiden, la nacionalidad. De lo fútil hemos pasado a lo trascendente.„


La Historia nos enseña que los pueblos resurgen con ímpetus inesperados de sus propios descalabros. En otros términos: que la grandeza no se genera solamente en las horas de esplendor apoteósico, sino también en las de postración y dolor. Porque la mortificación es un gran estimulante para la enmienda. La tercera República francesa se fraguó en Sedán; esta Alemania ulularte, aún turbia y desorientada, pero erguida, es fruto de una derrota. España, habituada a una relativa quietud—marasmo decían los críticos--, cometió la mayor de las tonterías creando en su seno un problema político formal, fuente de desdichas y disensiones fratricidas; pero de la anemia y sangría que éstas provocan sacará fuerzas ingentes para enderezarse. Bien venidos, pues, sean los martirios, tristezas y flagelaciones actuales. Ellos servirán de enseñanza a todos, de experiencia a muchos y de penitencia a bastantes. Más o menos, todos necesitamos algo de las tres cosas. No estimábamos ciertas condiciones públicas de la vida politica—orden, autoridad, libertad económica, etcétera—en su inmenso valer intrínseco. Ahora los desposeídos se llaman a engaño y abren sus ojos. La lección no podrán olvidarla jamás.

Muchas de las cosas que parecen muertas para siempre retornarán. Para creer otra cosa hace falta tener la mirada corta o los ojos vendados. Esto es corriente entre los gobernantes, cuyo sectarismo sólo es comparable a su torpeza. mejor dicho, al desconocimiento pleno de la psicología nacional que creen servir. Volveremos, pues, a sentir, respetar y venerar símbolos, ideales, instituciones y principios que parecen definitivamente perdidos. Pero, pase lo que pase, no podrá rec,onstruirse íntegramente el pasado. Con esto que no sueñe nadie. La Historia no se in- terrumpe nunca, aunque durante meses o arios la escriban dementes o bandoleros. Uno de los errores de la República consistió en imaginarse que antes del 14 de abril no existía verdadera historia ni verdadera España. No. Aunque sucumbiese la República y retornase la monarquía, mucho de lo que aquélla ha hecho tendría que subsistir; a veces, por justo; a ratos, por consumado. Si renaciese la Monarquía, no podrían renacer las camarillas. Si renaciese la libertad religiosa, no podrían restaurarse los vínculos casi serviles entre Iglesia y Estado. Habría que indemnizar, pero no sería posible rectificar todas las expropiaciones; habría que mantener, en fin, una orientación de integralismo social, incompatible con el menor privilegio, no de índole política—que éstos ya no existían—, pero ni siquiera de orden espectacular o ceremonioso, y no digamos de orden económico. En cambio, se arrasaría implacablemente el virus marxista que está partiendo por gala en dos al pueblo español, y se procuraría a toda costa encajar en un alma indivisible y nacional los intereses paralelos que hoy parecen incompatibles...
Todo eso será o no será. Yo no profetizo. Me limito a esbozar una posibilidad. Y la complemento con una afirmación tajante, en la que estoy seguro de no errar: la política republicana de 1931-33 no puede consolidarse. España será lo que haya de ser. Pero no vivirá mucho tiempo ya en el ambiente ni con los modos triunfantes en ese, bienio pavoroso. Cuando se le mire desde lejos, parecerá al historiador un mal sueño, un sueño dantesco; tales son los posos maléficos de crueldael, plebeyez, virulencia sectarismo que destilan casi todos sus personajes, casi todas sus creaciones, casi todas sus efemérides. Con República o con Monarquía, España ha de vivir, tiene que vivir de otra manera. Esta salvaje distensión que nos escinde en bandos fruncidos de odio ese "estilo" medieval de ultrajes a la dignidad del adversario, esa "juridicidad" (?) que- consiste en matar al enemigo sólo por eso, por que es enemigo y porque contra la República no hay libertad ni para el enemigo puede haber garantías—walabras ministeriales que, sin el estrambote d un candado o una galera, pudieron pronunciarse en marzo de 1933!—; ese desprecio ineducado hacia todas las esencias tradicionales y espiritualidades castizas de! alma española está ya en período agónico., Aún aleteará días o meses el fermento morboso que de modo tan innoble desmocha las cualidades perennes de la raza, prodigando el ejemplo de la violencia y la tosquedad acá y acullá: pero, como toda tara subalterna, tiende a periclitar, falto de savia y asfixiado por la reacción ambiente, que se mide desde fuera mejor que desde dentro, y que los jerfaltes ministeriales perciben en su conciencia, aunque no en sus sentidos, embotados para todo lo que no sea fruición de mando y orgía de secta.
En definitiva, pasará la ola, dejando un reguero de desastres materiales y morales, más remediables aquéllos que éstos. La gran misión que incumbe a los otros hombres—monárquicos o republicanos-- es una tarea de pacificar. Pueden pensar en la represalia los que no tienen responsabilidad rectora. Pero no los que la sienten y saben que la felicidad de los pueblos no se labra con tránsitos epilépticos de un terror rojo o un terror blanco. En España resultaría imprudente y estéril el sistema. Después de la locura que nos zarandea, con unos gramos de serenidad, de justicia y, sobre todo, de españolismo sano, constructivo, hidalgo, que no entienda de barroquismos ni subvierta las jerarquías, España vivirá días de inefable bienestar. Ahora le falta oxígeno. Necesita retornar al aire puro.
¿Lo logrará? Indudablemente. ¿Cuándo? No lo sé. Afirmo lo primero en función de razonamientos fríos e incontrovertibles. Responder a lo segundo me llevaría a la profecía, y esto he dicho ya que no me atrae...

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