Maldita (II)
En un pub del centro de la ciudad, pudimos seguir con nuestra charla los dos sólos. Tres mojitos después, la conversación derivó en algo casi infantil, pero quizás por eso, muy sugestivo. Me hizo una enumeración de lo que le gustaba en un hombre. — ¿sabes lo que me gusta de un tío?— me dijo, yo moví la cabeza en un gesto de negación.
— Me gusta que huela bien, pero no su perfume sino su olor corporal. Me gusta que tenga una piel sana y lisa. Me tiene que gustar su voz, tiene que ser tranquila y relajarme. Me gusta que no tenga mucho pelo en el cuerpo, tampoco no puede ser violento, ni dominante —.
También me dijo que ella nunca daba el primer paso, simplemente lo ponía fácil y que al final sucedía, que ésa era su manera de ligar.
— Pues siento decirlo; el amor necesita valor. — Contesté, arrimé mi boca a sus labios y sucedió. Nos besamos largamente, aspire su esencia, sorbí su frescura y su olor me impregnó. Al final, la acurruqué sobre mi pecho en un largo abrazo. No se me ocurrió pensar en lo que sucedería después. Sólo pensé que a veces, la vida se confunde y suelta gloria a tus pies, y que entonces sabes que vives y no sólo sobrevives.
Después de meternos mano en el taxi que nos llevo hasta su casa, pasamos una noche estupenda donde me demostró que la desinhibición y la iniciativa que hacía gala fuera de las sábanas, también las mantenía cuando estaba dentro de ellas. Abrazados en la cama, mi cara no podía dejar de dibujar una estúpida sonrisa delatora.
— No te vayas a enamorar, tengo el corazón hecho de cristales rotos y no quiero que te cortes— me advirtió.
— Descuida, eso nunca ha ocurrido — Mentí a sabiendas, tres horas antes hubiera sido verdad, pero en ese momento no. Pero quién responde con la verdad cuando con eso desharía tan sublime encanto. El amor es una droga dura, y así debería ser calificada por las autoridades sanitarias, si no viviéramos en una sociedad donde fuera tan fácil mentir a unos labios a los que adoras.
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