Maldita (prólogo)


El escritor se sienta en el escritorio de su despacho, mira la pantalla de su ordenador y la ve en blanco. Escribe la primera palabra en su teclado, la que sabe que le va inspirar toda la historia, pero antes de escribirla, mira su significado en el diccionario y encuentra en la segunda acepción la esperada:

maldito, ta.
(Del part. irreg. de maldecir; lat. maledictus).

1. adj. Perverso, de mala intención y dañadas costumbres.

2. adj. Condenado y castigado por la justicia divina. U. t. c. s.

(...)


Hechas las últimas comprobaciones, el escritor comienza el relato.

Maldita, yo ya sabía lo que era, alguien me lo había contado. Bueno, alguien no, fue el televisor, que para la mayoría de los de mi generación es casi lo mismo. Fue en la entrevista a la viuda de un compositor de éxito de los años setenta. Su marido se había suicidado sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo. Era un maldito, un egoista y un cobarde; maldito porque estaba condenado a hacerlo todo por llegar a la cima de su creación, un egoísta porque nunca pensaba en otra cosa que en él y cobarde no dar el paso de enfrentarse a los temores de llevar una vida en paz consigo mismo y con los demás. Fue igual que estuviera avisado, cuando conocí a mi maldita, caí en la trampa, pero mi rendición no fue fácil y luché con todas mis ganas, pero es increíble lo fuertes que nos podemos creer a la hora de emprender una aventura. Pensamos que tenemos el corazón protegido con un chaleco antibalas, pero la mayoría de las veces no es así, no somos dioses, sólo somos hombres lo bastante inteligentes para creer que podemos vivir como ellos, y tan estúpidos como para intentarlo.

(Continúa)

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